El
corredor de la muerte no resultaba un ámbito agradable en ninguna
circunstancia. Curiosamente, ese día lamentó que él no fuese el
condenado.
—¿Padre
Lorenzo? —las palabras de la suave voz lo sacaron de sus
cavilaciones.
El
mundo volvió a formarse a su alrededor. Cuatro paredes grises, el
polvo y la mugre en cada rincón. Estaba sentado en una tabla que
apenas podía llamarse cama y las ventanas abarrotadas daban vista a
los tejados rojizos de una Florencia en sus primeras horas de la
mañana. A su lado, un niño que no tendría más de catorce años.
Se preguntaba en qué había fallado.
—Eh…
—el hombre se aclaró la garganta antes de retomar la
conversación—. Disculpa, Paolo, a veces me pierdo en mis propios
pensamientos. ¿Qué decías?
Apenas
rozaba los cuarenta años. Sin embargo, el peso que se había puesto
sobre los hombros le comenzaba a afectar. Aunque su vocación se
mantenía intacta, los fracasos lo hacían sentirse cada vez más
viejo. Los músculos agotados, el pesar creciente.
Su
fracaso más reciente acentuaba aquello. Pensaba en qué había hecho
mal.
—¿Voy
a ir al cielo? —preguntó el chico sin rodeos.
La
pregunta llegó como un puñal. Se la esperaba, no por eso resultó
menos dolorosa. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo preparar a alguien
para la muerte?
Durante
unos instantes deseó no estar ahí. Podría haberse quedado en la
capilla. Todas esas situaciones no hacían más que aumentar el dolor
de su corazón. ¿Por qué sufrir en algo en lo que no había
necesidad?
De
todas formas, sentía que acompañarlo hasta el final era lo
correcto. Como maestro, como sacerdote y como amigo.
—Bueno…
—pronunció vacilante, pensando sus palabras—. Jesús fue
crucificado con dos ladrones… —Eso
ya lo sé, nos contaron esa historia decenas de veces —respondió
casi al instante—. Uno bueno, el otro malo.
El
sacerdote se quedó callado unos momentos. No mentía. Aquella
historia, como muchas otras de las Sagradas Escrituras, se repetían
una y otra vez a lo largo de los siglos. Más allá de su certeza o
no, servían para educar. Esa siempre había sido su prioridad, darle
un futuro a aquellos que había acogido en su hogar.
—Sí,
sí, pero ese no es el punto. Jesús, incluso en su momento de mayor
dolor, aceptó cuidar de un alma arrepentida y tenerla a su lado en
el cielo.
—Pero
él era un ladrón —respondió con angustia—, no un asesino.
La
mera sugerencia resultaba dolorosa debido a que era una realidad. Una
prueba de su propio fracaso, de no poder salvar a los huérfanos de
un mundo de oscuridad.
Los
había educado, los había alejado de las cárceles y las calles,
intentando evitar que cayeran en el pecado. ¿Qué había hecho mal?
No había maldad en ellos, bien lo sabía. La mayoría habían sido
empujados al hurto por condiciones que iban más allá de sus
capacidades… pero eso no los condenaba eternamente. Los había
rescatado pese al rechazo inicial de los carceleros. Sin embargo, un
asesinato estaba por encima de su control. Podía haber sido
accidental. La ley dejaría pasar un robo, pero, ¿una muerte? No.
—Nada
le devolverá la vida al hombre que mataste —admitió el
sacerdote—. Eso es una verdad absoluta. Lo que has hecho… es una
desgracia, el dolor de su familia no desaparecerá, sin importar los
años que pasen.
El
chico asintió. Era… extraño. Le había parecido tranquilo en un
inicio, pero algo había cambiado. En esa cara inocente y esos rasgos
angulosos había comenzado a asomar la preocupación. El miedo,
claramente.
—Fue
un accidente. No fue mi intención matarlo.
—Lo
sé —reconoció Lorenzo, asintiendo con su semblante duro—. No
actuaste por maldad, aunque eso no quita la responsabilidad del
hecho.
—¿Está
decepcionado de mí?
Un
silencio atroz invadió la sala.
—Sí
—admitió—, estoy decepcionado. Decepcionado porque les enseñé
el camino a seguir, un camino que los haría mejores personas. Los
intenté educar, enseñar el valor del esfuerzo y del trabajo. Sin
embargo… esto era posible. Nadie puede saber el destino que tiene
el Señor para nosotros, ni la tentación que nos va a echar el
Enemigo.
Las
palabras fueron sentenciadoras. El chico guardó silencio por unos
segundos, mismo momento en que las lágrimas comenzaron a recorrer
sus pálidas mejillas.
—Esto
también es un fracaso mío —prosiguió el cura—. No puedo
echarte la culpa simplemente por equivocarte. También es
responsabilidad mía.
—¡Usted
no mató a ese hombre! ¡Tampoco me incitó a robar! Esto es mi
culpa. Merezco lo que me va a pasar.
Le
dolía ver su expresión: la más absoluta desesperación.
—Sin
embargo, yo prometí cuidarlos —dijo en un susurro, agachando la
cabeza y juntando las manos—. Fracasé, por eso no puedo culparte.
La Justicia quizás no te crea, piensan que eres un criminal más,
pero yo te conozco, Paolo. Sé quién eres, te vi crecer. Noto tu
pena y arrepentimiento, solo eres un niño que ha sido llevado por el
mal camino. Te creo. Por eso quiero darte el perdón y acompañarte
personalmente en este momento.
Casi
al instante, Paolo se abalanzó sobre él, rodeándolo con los
brazos. El acto fue correspondido. Lorenzo también se aferró,
sintiendo su calidez, quizás la última vez que la sentiría.
Recordaba todo. Las tardes que había pasado junto a él y los demás,
las clases que les había impartido, el trabajo de carpintería o la
ayuda limpiando las calles. Se quebró, llorando a la par que su
pupilo. Se apartó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
No había otra cosa para hacer, así que prefirió acabar con las
formalidades. Al menos, así tendría unos minutos más para hablar
con el chico, unos últimos minutos que esperaba que fueran igual de
cálidos.
—Irás
al cielo, de eso estoy seguro. Te confesaré y te daré perdón, así
Jesús sabrá qué destino le corresponde a tu alma. Confío en que
sabrá juzgarte sabiamente.
Con
esas palabras, Paolo sonrió levemente. Aún había miedo en él y
dolor por su próximo destino, pero lucía más animado.
—¿Nos
volveremos a encontrar algún día? Quiero volver a verlo, incluso si
es en el cielo. A usted y a todos los demás.
Lorenzo
no pudo hacer más que sonreír. Tanta pureza, tanta bondad.
—Sí,
nos volveremos a encontrar —comentó—. Y, teniendo en cuenta lo
que me costó subir hasta aquí, creo que será más pronto que tarde
—rio—. Se nos hace tarde. Dime, ¿hay algo que quieras confesar?
****************
Lorenzo
sintió el sol del mediodía en su piel. Miraba el cadalso armado en
el patio de la prisión. El acto se realizaría a puertas cerradas.
Mantuvo las manos juntas y la cabeza gacha. Así fue hasta que los
guardias aparecieron con la pequeña figura: un chico de cabellos
negros y rostro anguloso. Presenciar ese trayecto fue una tortura
para Lorenzo, pero debía estar, por última vez y como siempre lo
había hecho.
Paolo
subió a la plataforma. Cada paso fue un dolor en el corazón del
cura. El chico estaba asustado, no llorando, pero sí paralizado por
el miedo. Estaba atado de manos y siendo forzado a moverse por un
guardia de uniforme negro.
Los
minutos pasaron como horas. Lorenzo levantó la vista, obligándose a
no cerrar los ojos. Estaría ahí, sería valiente y no lo
abandonaría. Las palabras del guardia con las acusaciones y razones
de la ejecución no llegaron a sus oídos. Todo se volvió frío,
incluso con el sol.
Y
entonces sucedió. Ya con la soga ajustada al cuello, el hueco a sus
pies se abrió, dejando caer a Paolo. Lorenzo intentó mantener la
mirada, pero no fue capaz. No aguantaba ver cómo el joven se removía
con violencia, intentando escapar del nudo en su cuello y agotarse
con cada movimiento. Su rostro se volvió morado y los ojos se le
salieron de las orbitas.
Tuvo
que mirar hacia otro lado, casi llorando. Aguantó todo lo que pudo,
oyendo los gritos ahogados. La ejecución duró unos dolorosos
minutos hasta que Paolo dejó de moverse, quedando solo un cuerpo
inerte que colgaba a pocos centímetros del suelo.
Una
calma perturbadora invadió el patio. Los guardias tenían una sutil
sonrisa en sus rostros. Para ellos había sido solo otra basura
echada al río. Para Lorenzo era la despedida a un hijo con el que
algún día esperaba reencontrarse.